Cocción de tres generaciones

 

Era un día normal de primavera, estaba en el pueblo de mi madre, un rinconcito de Las Villuercas donde se enraízan mi pasado, mi presente y ojalá mi futuro. De repente, llega ella a decirme algo que para otro pudiera haber solo sido una curiosidad: mi tía, su hermana mayor, le había comentado que tenía una pieza de barro de mi abuelo. Digo bien, de barro. Es decir, no era de cerámica porque no estaba cocida. Tal cosa parecía un prodigio porque que hubiera, un cacharro así, un jarrón de barro fino y delicado, aguantado hasta el año en que se cumplen quince desde su fallecimiento, es algo del todo improbable. Pero no acababa ahí lo prodigioso. Al comprobar la firma, junto a la cual él siempre escribía la fecha, supimos que esa obra era mucho más antigua. Concretamente, tenía la misma edad que yo, 33 años, llevándonos ambos solo unos meses. Era una noticia irrepetible y casi milagrosa. Más si cabe cuando supe de boca de mi tía que esa pieza había aguantado varias mudanzas, humedades, el verano extremeño y los cuidados de ella, que sin ser consciente de la diferencia entre el barro y la cerámica, la había estado limpiando con un paño mojado durante años. La prueba de la historia de esa pieza está escrita en su superficie.


Fig. 1. Huellas de limpiar el barro con un paño mojado.

De alguna manera, inmediatamente supe que había que hacer algo especial con ello. ¿Y qué más especial que terminar esa pieza inacabada para ayudarla a que por fin pudiera cumplir con su destino de ser cerámica? Es decir, se me ocurrió que yo —que solo era un recién nacido cuando se creó en la Feria Internacional de Turismo de 1989— pudiera cocer esa pieza que mi abuelo paterno entregó a mi tía materna sin poder imaginar semejante giro del destino. Pero claro, tan trascendente yo, pensé que cocerla sin más no le habría dado la dignidad que semejante capricho casi divino se merecía. Porque no solo es encontrar un objeto que creó un familiar muy querido: es el hecho de haber heredado su profesión y su amor por todo lo que engloba este oficio y que llegue a tus manos una responsabilidad así. Y las cocciones para los alfareros tienen algo de místico, por muchas que uno haya hecho a lo largo de su vida. Cada una es especial. Pero esta había de serlo especialmente.


Fig. 2. Vasos secando para enasar y cocer.

Pregunté a mi padre y a su hermano, mi tío, por la fecha de cumpleaños de mi abuelo. Esta cocción era por él, un momento que sirviera para recordarle, y creí que celebrar así su día, estaría a la altura. Seguramente otras personas más ajenas al oficio no vean lo simbólico de cocer en honor a tu abuelo alfarero una pieza suya sin terminar el día de su nacimiento, pero a mí me parecía no solo una buena idea, sino casi un deber. En cierto modo, creo que a todos nos gustaría que nuestros descendientes —y en general quienes nos rodean— continuaran nuestro legado, a su manera, por todas esas obras que dejamos inconclusas en vida.


Fig. 3. Mi abuelo, mi padre y yo en una edición de FITUR de los años 90.

Me pareció que para tal ocasión debía invitar a sus descendientes con los que más trato y confianza tengo, por si querían compartir el momento. Finalmente participamos mi padre, mi madre y yo. Pero entonces sucedió otro prodigio del todo inesperado y que sumó magia a los acontecimientos. De algún modo y sin que haya llegado a saber su origen, mi tía encontró otra pieza sin terminar de barro, esta vez de mi padre, que resultó ser cuatro años más joven que la anterior. Sin embargo, esta sí tenía alguna parte rota. Ante ello, el día anterior a la cocción mi padre la arregló, 29 años después de empezarla. Tiene también mucho de especial terminar asuntos propios inconclusos, como él hizo.


Fig. 4. Figura de mi padre del año 1993 con brazo y flor reparados.

Llegamos así al día 12 de junio para celebrar su legado con una humilde cocción. El horno donde la coceríamos sería el mío: un horno que fabriqué cuatro años atrás según como me enseñaron otros alfareros en Irlanda. Un horno que según ellos solo serviría para un tipo de cocción especial de inspiración japonesa —llamada «raku»—, pero que en este tiempo, a base de innumerables errores, había aprendido a usarlo para realizar las cocciones convencionales que necesitan mis piezas. Con razón dicen que al alfarero le templa el carácter su horno. Ese horno, tan personal y artesanal, de cocciones a mano, donde uno nunca tiene la garantía total de saber exactamente qué saldrá de él —porque a veces ni salen, sino que se fusionan con él—, iba a ser, porque no tengo otro, el que, en su seno y con mi guía, terminara el trabajo de mi abuelo.


Fig. 5. Piezas colocadas en el horno.

Huelga decir que mi tía me dio su permiso para cocer las piezas. Pero sabía del riesgo que corría en mi horno. Yo también. Y por eso quise disponerlo para que la seguridad fuera máxima. En esa cocción entraron, también, unas piezas que hice el día anterior —bendita ola de calor según para qué—. Resultando que, fruto de quien sabe si del azar o de razones superiores, allí se juntaron piezas de tres generaciones de una familia de alfareros. Coincidió que era domingo, Día de la Santísima Trinidad, que según la mayoría de iglesias cristianas es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Me enteré de eso porque últimamente acompaño a mi madre a misa por motivos que algún día desvelaré. El caso es que ese día cocimos, con fuego, el padre y el hijo. Y me pareció simbólico. Pero, a pesar de tanto simbolismo, ¿sería eso garantía de que todo saldría bien?


Fig. 6. Vista del interior del horno en plena cocción.

La cocción la hicimos por la tarde cuando empezaban a bajar las temperaturas. Lo único que tenía que hacer era estar pendiente de la cocción, regulando el flujo de calor para que vaya a un ritmo tal que nada estalle ni se deforme, dirigiendo el fuego para que no incida con violencia en ninguna zona que pudiera perjudicar las tan inestimables piezas. Así, mientras controlaba la curva de temperatura y orientaba el quemador, me inspiré para escribir un soneto, conceptista como me salen, sobre este oficio y el paso del tiempo, pensando en mi abuelo, en mi padre, en mí... Hacía meses que no encontraba la inspiración, que ni me gusta ni puedo forzar, y fue muy grato ver que llegaban a mí esos versos con un motivo como este.


Fig. 7. Mi padre y yo mostrando los resultados.

Todo salió bien. Entró barro y salieron cerámica y poesía. Si bien mi abuelo hace tiempo que no está, ese fin de semana lo disfrutamos juntos mis padres y yo. A quienes ya no están, más allá de lo simbólico, ya sea con flores, comida o, en mi caso, con cocciones, no se les puede honrar ni agradecer por el tiempo que tuvimos juntos y lo que nos legaron. Sin embargo, a los vivos sí podemos. Aprovechemos. Con todo este simbolismo quise aunar ambas cosas, lo de aquí y lo de allá. Porque el barro es la excusa, lo importante es las personas que une.

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Figuras 1-7. Fotografías de elaboración propia.