Orígenes
Un axioma que sustenta nuestra concepción de la realidad afirma que todo tiene un origen, una causa motor. Esta proposición ha servido tanto a científicos para desarrollar las teorías más sofisticadas, como a investigadores para resolver grandes misterios y a teólogos para demostrar la existencia de entes divinos. Sin embargo, en el mundo de lo humano, la caprichosa voluntad interfiere disconforme y es difícil emparejarla con este determinismo. No sabemos si la idea de destino quizás solo sea una refinada licencia poética que adorna nuestra mortal insignificancia o tal vez algo más.
El alfarero que escribe estas líneas, que da forma a este espacio y a las obras que lo sustentan, Julián Ortega Durán, tiene un origen diverso y complejo, como todos los de nuestra especie. Pero si una figura tiene especial relevancia para que él haya acabado dedicándose a este oficio ha sido su abuelo: Rafael Ortega Porras. De él heredó no simplemente el oficio —cosa que le sabría a poco—, sino el amor por el barro. Porque cuando uno dedica su vida a su pasión, a lo que le dio algunos de los momentos más felices de su infancia, lo que siente no es tan solo satisfacción; es también cariño por lo que hace, ternura al ver su trabajo realizado y esa sensación de ser envuelto por una suerte de hado.
Rafael supo enfrentarse a la vida y demostrarle que él quería ser alfarero, aunque no tuviera más que sus manos y unos felices recuerdos de su infancia en los alfares de Fregenal de la Sierra. Esa determinación —que autoantónimamente aquí significa voluntad— le impulsó para, tras años de insistencia y confianza en sí mismo y en los suyos, cumplir sus sueños y ser reconocido por algo tan humilde como trabajar artesanalmente el barro. Un barro que era su lenguaje para expresar sencillamente sus inquietudes y sentimientos, generalmente en forma de mujer idealizada, ya fuera divina o profana, pero con personalidad extremeña. Porque el barro es tierra y Rafael, maestro artesano de esta dual materia, estaba inseparablemente unido a la suya. Y quizás sea que el alfarero, por no poder disociar entre ambas, el amor que siente por su oficio lo une a todo lo demás que hay en su tierra. Y con mayúscula también: Tierra. Y esos amores son su legado, mi origen y mi motivación. Que la tierra te sea leve.