Pruebas de fuego
En sus orígenes, la cerámica no podría haber sido descubierta sin el contacto, probablemente fortuito, con el fuego. La manera exacta en que nuestra especie llegó a desvelar este primitivo proceso de sugestiva alquimia será siempre un misterio. Sin embargo, podemos jugar a imaginar cómo fue una de las muchas veces que sucedió.
Quizás la muñeca de barro que entretenía a una criatura hace decenas de miles años acabó arrojada en la hoguera por algún adulto. Es posible que con un material a su humilde e infantil alcance, como lo es el barro, diera forma a las mismas figuras que su mayores más poderosos y sofisticados ya tallaban en el marfil de los gigantes y peligrosos mamuts o en las duras rocas y maderas más preciosas, con una fuerza y herramientas que ella no tenía. La tristeza y añoranza de esa criatura tan imaginativa al ver arder a su amiga, le invitaría a buscar sus restos al día siguiente, después de tan injusta condena a las llamas. Pero cuál sería su sorpresa y alegría al contemplar que, lejos de haber acabado con ella —como acostumbran las lumbres con cuanto las alimenta—, había resistido y ahora lucía más fuerte que nunca. Esta suerte de brujería maravillaría a la niña, que guardaría el secreto de la tierra cocida —terracota— para proteger a su querida compañera de juegos. Y quizás cuando creció fuera ella quien se encargaría de fabricar otros muñecos para los más pequeños de la tribu, con los que entretenerlos y darles a conocer el mundo que les rodeaba: poblados por osos, zorros, búhos y otros animales, incluyendo al propio humano, en su sexo femenino.
Esa primera vez que el barro pasó su particular prueba de fuego, personificada en una hoy llamada venus por nuestra manía divinizadora, no sería sino el comienzo de una sucesión indeterminada de toda clase de objetos. Una secuencia que solo dejará de contar si esta criatura que las elabora no superare su particular ordalía: hallar su propia sostenibilidad.