Momentos I

Podría decirse que el barro con que trabaja el alfarero mide su tiempo en agua. Mucho antes, cuanto estuvo latente, dándonos suelo como parte de la corteza terrestre a los habitantes que nos sucedemos por su superficie, ya pasó por innumerables estados a través de las edades geológicas, mutando sin inmutarse. Entonces era el capricho cuasidivino de la naturaleza quien le daba forma, sedimentándolo aquí y allá a placer, sin prisa ni propósito. Durante todos esos eones, el fluir del tiempo no hacía sino abanicar las tierras, bañarlas y tostarlas, pintando paisajes con calma, huyendo de toda celeridad.

Hace nada, y quién sabe por cuánto durará, llegó el alfarero para modelar las tierras. Nos gusta pensar a los de nuestra especie que con nosotros llegó la intención, pero como producto de una naturaleza sin aparente propósito ni causa, ¿acaso podemos nosotros tener tales cosas? O viceversa. En cualquier caso, instinto o voluntad, creamos y sentimos que queremos crear. Pero nosotros, a diferencia del divino barro, no somos eternos. Por eso al tratarlo lo humanizamos, además de con nuestras formas, con nuestro limitado tempo de criaturas mortales. Y ese compás que le damos al barro lo marca el mismo material que nos conforma a nosotros y que nos da la vida: el agua.

Imagen de portada: de Haes, C., 1856. Vista tomada en las cercanías del Monasterio de Piedra, Aragón. Óleo sobre lienzo, Museo Carmen Thyssen, Málaga.