La nacencia del cuenco
El privilegio de crear, de traer a la existencia algo nuevo por uno mismo, está al alcance de todos. Si además esa criatura resulta bella ante nuestros ojos, la satisfacción se multiplica. Y cuando ese efecto se produce cada día, consigue llenar nuestras jornadas de gozo. Así sucede cuando damos forma a los cuencos de este diario. Es un acto sencillo, para lo que solo necesitamos un pedazo de barro, nuestras manos y unas técnicas muy elementales que vienen transmitiéndonos nuestros antepasados por milenios.
Un cuenco dado forma sin más herramienta que nuestro cuerpo había de ser el inicial. Tan solo los dedos y las palmas le dan la bienvenida en su nacimiento, aplicando la fuerza apropiada en el sentido justo, de tal manera que el recipiente va apareciéndose como si de un alumbramiento se tratara. Nosotros le damos forma y él nos da tanto… Con su nacencia nos complace y trae esperanza. Cuando se consolida nos trae paz y serenidad. Cada vez que cumple su destino como recipiente nos hace sentir especiales por esa relación íntima que tenemos con él, salvándonos de la intrascendencia. Y el día que se despide, bien porque otras manos lo sustentaren, bien porque deshiciere su estructura el infinito poder del tiempo, nos demuestra humildad, pues aún pudiendo ser eterno, nos acompaña en nuestro inexorable ciclo vital.