Kenopsia

Un cuenco, contenedor como es, encierra en sí memorias y momentos. Pero no en su interior. Su contenido más inestimable realmente nunca estuvo dentro, sino acompañándolo y, en felices momentos, abrazándolo. Las manos que lo sostuvieron y ya no están son la verdadera impronta imperceptible de ese pedazo cóncavo de cerámica. El sello de su base no alcanza a equiparar la inigualable valía de cada efímero momento que sus paredes fueron acariciadas por un ser querido que ya nunca lo alzará de nuevo. El precio que se le pusiera siempre sería insuficiente e injusto porque: ¿cuánto vale el tacto de quien amaste?; ¿qué no se pagaría con dinero por compartir de nuevo un solo instante con quien querías junto a esos entonces insignificantes objetos, ahora reliquias?

El vacío de un cuenco no se llena con materia porque no es espacial. El espacio sustituible y remplazable no satisface a un objeto que por cruel fortuna lo trasciende, al menos cuando lo miramos. Más bien sus más diminutos intersticios entre moléculas, su concavidad y su aura lo llenan y lo pueblan ricamente sentimientos que impregnó el caprichoso y fugaz tiempo. Así, un pedazo de barro cocido es el recuerdo y la proyección de quien ya no existe, muchas veces uno mismo y demasiadas otras alguien más. Por eso, un cuenco vale tanto como la persona a quien hizo compañía, como los mejores momentos a su lado y como el más dulce y querido de los recuerdos con ella.

Imagen de portada: Zampighi, E., (s. f). (título desconocido)Óleo sobre lienzo.