El primer recipiente

 

El primer recipiente que tuvo la humanidad debió de ser un cuenco. ¿Sería de hueso, madera, piedra, barro, cuero? ¿Quizás se encontró en forma de cráneo? Quién sabe si fue una corteza de árbol o el cuerno de algún animal. Pero antes que todo eso, con toda seguridad, el recipiente original vendría en forma de manos unidas efímeramente para recoger agua. Es sugerente imaginar un arroyo fluyendo o una fuente emanando y preguntarnos como haríamos para beber disponiendo solo de nuestro cuerpo. Además del acto universal de unir ambas manos, le acompañaría cierta genuflexión, evocando el agradecimiento por los dones. Con posterioridad se supo identificar aquel contenedor primigenio en un objeto externo a nuestra fisionomía. Porque en esencia un cuenco, es eso: un recipiente, un contenedor, un continente. Y lo que caracteriza al cuenco que tenemos en nuestra imaginación, frente al que tenemos en nuestras manos sin ser tan conscientes de él, es la permanencia. Amén de ser externo, más allá de nuestro cuerpo. Esto es: externo y eterno.

Qué bonito sería crear algo así cada día, dando forma a la materia con las manos para generar la figura de un cuenco. ¿Acaso no haría eso de cada jornada algo eterno, transcendiendo así, en cierto modo, lo efímero de nuestros días? Hagamos algo bonito entonces; hagamos un cuenco diario.

Imagen de portada: Dubois, L. J. J., 1823-1825. Cnouphis-Nilus (Jupiter-Nilus, Dieu Nil). Material impreso. Brooklyn Museum.