Fragilidad

Quizás el destino último de todo lo material sea romperse. Y la soberbia tenacidad, inmersa en la infinitud, no pueda evitar la inexorable temporalidad que se cierne sobre ella. Posiblemente la escala humana nos invite a temer las roturas, por existir otras escalas mayores que desde nuestra existencia finita parecen permanentes. ¿Pero acaso algo lo es? No tenemos siquiera certeza de que el Universo mismo lo sea y arrogantemente pretendemos que algo nuestro pueda serlo. Por eso, la fragilidad no debería ser sino medida de la duración de las cosas; no un defecto sino el destino por defecto, que tan solo depende del reloj y a todo le llega. Algo que reconocer y abrazar, porque es nuestro sino.

El cuenco de cerámica, todos sabemos que se romperá; eso es parte de la vida de todo objeto. Podría permanecer sin usarse y cuidándose durante miles de años, pero entonces ¿sería un cuenco o un mero objeto decorativo con forma cóncava? No porque se vaya a romper vamos a impedirle cumplir su función y arrebatarle su esencia. Será un buen cuenco el tiempo que le corresponda.

Sin embargo, frente a otros materiales más tenaces, la alta fragilidad de la cerámica tiene algo que, lejos de acortar su existencia, la acerca a la inmortalidad. Porque a diferencia de lo tenaz, que soporta innumerables deformaciones antes de romperse —cambiando su figura—, lo frágil se rompe fácilmente, pero cada uno de sus fragmentos conserva la forma original, pudiendo recomponerse con el adhesivo apropiado, ya sean lañas, metales preciosos o una humilde cola. Por eso podemos hoy disfrutar de las preciosas cerámicas de Época Clásica. Y también por eso una de las cerámicas más exquisitas del mundo son las reparaciones mediante el kintsugi. Incluso, con técnicas como el trencadís uno le da una nueva y esplendorosa vida a piezas rotas antes inconexas. Porque bien entendida, la fragilidad, nos potencia y nos eleva.

Imagen de portada: Liebermann, M., 1902. Simson und DelilaÓleo sobre lienzo, Städel Museum.