Ella: la pella

Placer, paciencia, saberla disfrutar, gozar a su lado. Verse la manos plenas de suave barro. Apreciar el contraste de sus colores con tu carne: rojos, blancos, amarillos, negros... Es inevitable sentir pedazos de infancia florecer. Mancharse por gusto, divertirse. Vaciar los pensamientos, llenarse de sensaciones y efusividad. Tener al tacto por principal sentido, como guía en la oscuridad del frenesí cotidiano. Abrazar las manos entre sí, impregnadas de barbotina, la crema de la tierra. Lanzar la pella, verla bailar, saberla libre. Acariciarla, sujetarla. Centrarla con fuerza y siempre mimo. Observarla. Sentirla entre tus dedos que la abren con delicadeza y determinación. Solo necesitáis seguir el compás de sus vueltas para que las formas fluyan. Y vas deslizando tus manos por sus paredes. Con calma. El ritmo surge de la síntesis entre ambos. Tu cuerpo y el suyo se confunden en el vaivén de una superficie cambiante, flexible, manejable. La subes, la alzas al unir tus yemas, con solo su fina materia como distancia. Descubres un interior de exquisita continuidad, donde las tangentes custodian la perfección de su dulce silueta. La haces, sí, pero al tiempo ella te modela el corazón, templa tu carácter. Para desvanecerse mientras la tocas y de su materia emana el efecto de ese momento juntos en la intimidad del torno. Ella sabe prescindir de efímeras palabras para hacerte entender que ha culminado. Tú lo sabes mirándola. Ves que ya no es pella, sino una figura más bella, fruto de la pasión.


Imagen de portada: Cerrini, G. D., 1681. Rebecca alla fonte. Óleo sobre lienzo, Palais Dorotheum.